domingo, 23 de mayo de 2010

UN MIEDO DE ANDAR POR CASA

¿Quién dijo miedo? He aquí cómo ella, acabó dándole esquínazo en un ejercicio realizado para el Taller de Relatos de Adolfo. ¿Por qué no lo intentas tú también?´

UN MIEDO DE ANDAR POR CASA

Fue mi abuela quien me enseñó a plantarle cara al miedo. Te paras y miras hacia atrás, me decía, verás como no hay nadie. En el patio, y después de muchos intentos fallidos, empezó a funcionar. Lo malo era cuando me mandaba a coger algo de la fresquera. No, por favor, le decía yo, me da mucho miedo. Por eso tienes que ir. Para vencerlo. Ya sabes, te paras y miras. El miedo no existe. Tienes que sacarlo de tu cabeza. No estaba yo muy convencida; pero, como no había otra, enfilaba el patio; y ya, cuando quería darme cuenta, estaba en la boca de la cueva. Aquí, la marcha se hacía más lenta, como si fuera pisando huevos. Después de repensármelo, iniciaba el descenso. Ya en el segundo escalón me tenía que pegar a la pared, porque el tercero estaba desgastado en el centro; en el cuarto, me paraba a darme ánimos; y cuando intentaba colocarme a la derecha para no pisar en la parte del quinto que estaba rota, me asustaba y aparecía en mitad del patio con las piernas temblorosas y las manos tapándome la boca para que no se me saliera el corazón. ¿Ya de vuelta? ¿ Y el pescado?, me decía mi abuela desde la cocina. Hay una presencia, abuela. Habrá más de una. ¿Es que no sabes que están las tinajas? ¡Para no saberlo! ¡Si bajaba todos los días! Cuatro tinajas pegadas a la pared de la derecha; y en el suelo las patatas, a las que le quitábamos los hijos para que no se echaran a perder. La pared del fondo, panzona, aspera y mohosa, se me venía encima nada más pisar el último escalón. En la izquierda, colgada, estaba la fresquera. Y ten cuidado con los escalones, los últimos están húmedos y resbaladizos, seguía mi abuela con su cantinela. A esos no llegaba nunca. Aunque había que intentarlo de nuevo, esta vez me entraba el pánico a la altura del gato que sesteaba en el octavo escalón, y ya con los nervios destrozados y sin importarme las buenas formas, subía chillando y me dejaba caer a los pies del pangino. ¿No te das cuenta -mi abuela venía a calmarme- que sí lo dejas ahora habrás estado perdiendo el tiempo? Pues eso, ya no quiero perder más. Nunca lo voy a conseguir. Ven conmigo -me agarraba de la mano y las dos bajábamos a la cueva-. ¡Pero es la última vez!, me decía. Mañana bajas sola. El tiempo le dio la razón, pero hizo falta mucho y no poca paciencia.

Abril, 2010.
Maruchi.

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